domingo, agosto 06, 2006

La verdad duele



Muchos quisieran que no hubiera existido jamás una comisión que investigara lo sucedido en los años de la violencia en el Perú. Que todo hubiese quedado en el olvido, que las decenas de miles de muertos se hubiesen quedado tranquilos en sus fosas comunes, y que las torturas y violaciones no hubieran traspasado las fronteras del amargo recuerdo de sus víctimas. Que muchos de los perpetradores de dichos crímenes continuaran llevando una vida tranquila, gozando de la eterna impunidad. Y que todos siguieran creyendo que "no pasó nada", que sólo hubieron "algunos excesos", y que las denuncias sobre violaciones a los derechos humanos eran "propaganda subversiva", "traición a la patria" o simplemente "cojudeces" (no merecedoras de ser atendidas en el arzobispado de Ayacucho). Por eso, cuando se investigó el tema, muchos se sintieron ofendidos y sumaron fuerzas para desacreditar de la peor manera a quienes investigaron y a los resultados de sus investigaciones, sin haberse siquiera tomado la molestia de leerlas. No era necesario, por supuesto. La consigna era ocultar. Ocultar que muchos de los crímenes y otras violaciones a los derechos humanos fueron cometidos por quienes debieron precisamente proteger a la población. Ocultar que una parte importante de las víctimas de las fuerzas armadas no fueron feroces terroristas ni murieron en enfrentamientos armados, sino que muchas veces fueron hombres, mujeres, ancianos y niños inocentes y desarmados, victimados en sus mismas poblaciones solamente por ser sospechosos o por la posibilidad de que alguno de ellos fuera terrorista o "se convirtiera en terrorista". Ocultar que el estado no hizo el menor esfuerzo por ayudar a las víctimas y castigar a los culpables, sino que por el contrario, hizo el mayor esfuerzo posible por acallar cualquier denuncia y hasta defender solapadamente a los victimarios. No bastó que el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación condenara explícitamente a los movimientos terroristas Sendero Luminoso y MRTA; de todos modos, se le acusó de ser "prosenderista". No fue suficiente que dicho informe recogiera los testimonios de las víctimas de la violencia; se le acusó de inventar datos. Los defensores de la impunidad quería un informe que callara los crímenes de las fuerzas armadas, que no dijera nada de Accomarca, de Huancasancos y de Cayara. Que se acordara solamente de algunas víctimas y olvidara a otras. En suma, quería un informe castrado, "políticamente correcto", "respetuoso de la paz y el orden". Que no tocara a los intocables y que no perturbara a los imperturbables. Hubieron también quienes en forma bienintencionada hicieron llegar sus críticas y recomendaciones hacia lo que al fin y al cabo, es un trabajo humano susceptible de errores. Pero fueron la minoría y los de menor audiencia. El afán destructor dominó la escena. Y puede seguirla dominando, ahora más que antes.

Y es que a veces la verdad duele.
 
 

domingo, julio 30, 2006

Stucchi



¿Cuál es el escudo verdadero?

sábado, julio 01, 2006

Mulholland-Drive



(David Lynch, 2001)

Sueños, sexo y venganza.

"No hay banda"... Rebeca del Río cae desmayada pero la canción sigue. "Todo es ilusión"...

Y la dulce y triunfadora Betty se convierte en la fracasada y vengativa Diana (Naomi Watts).

Y la inocente y sumisa Rita se transforma en la cruel y dominante Camila (Laura Herring).

El bello sueño termina y da paso a una realidad insoportable. Realidad que aún en el sueño se inflitra bajo el disfraz de una misteriosa llave azul, de una mafia castigando al odiado rival Adam Kesher (Justin Theroux), de un extraño Club Silencio, y de una llamada telefónica que no es contestada pero que al final acaba con el sueño, ya devenido en pesadilla. Y también -y sobretodo-, bajo el disfraz de un intenso deseo sexual que aflora a pesar de los esfuerzos oníricos del inconsciente por olvidar.

Pero la vigilia no permite olvidar, y el odio se convierte inevitablemente en venganza, y la venganza en suicidio. El sueño muere con la realidad, y la realidad con la muerte.







Lolita




(Stanley Kubrik, 1962)

Cuatro singulares personalidades interaccionan patológicamente bajo la brillante dirección de Stanley Kubrik.

Charlotte Haze (Shelley Winters), la madre dependiente e ingenua, cuyo único horizonte en la vida es encontrar un marido, ciega ante el verdadero propósito de su nuevo esposo.

Clare Quilty (Peter Sellers), narcisista y ególatra, es el depredador que acecha permanentemente en forma fantasmal, siguiendo un plan elaborado con fría exactitud.

Humbert Humbert (James Mason), egoísta e inmaduro, incapaz de dominar su pasión otoñal, rompe con todas las convenciones sociales y se hunde en la psicopatía asesinando al ladrón que le roba su presa.

Lolita (Sue Lyon), juega entre la ingenuidad infantil y la seducción maliciosa, variable en sus actitudes, víctima y victimaria al mismo tiempo.

Charlotte manipula a Humbert para obtener el matrimonio. Humbert manipula a Charlotte y a Lolita para acercarse a esta última. Lolita manipula a Humbert, primero finamente para acercarse a Quilty, y al final burdamente sólo para obtener dinero. Quilty manipula a Humbert para acercarse a Lolita, y a Lolita para exibirla como trofeo.

Charlotte muere huyendo de la verdad hecha evidente. Quilty, rodeado de su propia decadencia, es asesinado por Humbert. La sangre fría acabada por la pasión vengativa. Cazador cazado. Humbert se hunde cada vez más en el patetismo de su pasión anómala y, sin control sobre su sed de venganza, elimina a quien culpa de su desgracia, acabando sus días en prisión. Otro cazador cazado. Lolita es despreciada por Quilty y termina casándose con un individuo pobre y mediocre al que sólo une el embarazo. La estrella eclipsada tras un delantal.

Trágico final para un perverso pero inolvidable juego de manipulaciones.




viernes, junio 16, 2006

Espejismo




Le contaron al gobernante de un país que todas las mañanas un hombre, al parecer loco, llegaba arrastrando sus andrajos hasta el borde de un basural de las afueras de la ciudad, instalaba ahí un fogón de piedras y se ponía a preparar sus alimentos en una olla; que en realidad la olla siempre estaba vacía y que después el hombre fingía verter parte de los imaginarios alimentos en un plato y simulaba comer. El gobernante, transpirando de sospechas, decidió ver al hombre.

A la mañana siguiente, luego de observar oculto y a cierta distancia lo que hacía el hombre hasta el instante en que se llevaba la primera cucharada a la boca, el gobernante salió de su escondrijo y se acercó, seguido por el silencio de su numerosa comitiva.

-Soy el que gobierna este país- le dijo al hombre.

Sentado al pie del humilde fogón, el hombre levantó la mirada y observó al gobernante, pero no dijo nada. En seguida cogió la olla y otro plato, simuló verter en éste un poco del supuesto contenido de la olla y añadió
una cuchara.


-Sírvase señor- le ofreció el plato al gobernador.

Convencido de que el hombre estaba loco, el gobernante hizo una mueca de enojo y resueltamente comentó:
-Esto es una locura- y se alejó de prisa.


Y no pudo oír que el hombre decía, con voz fatigada y triste:
-No es locura, señor; es pobreza.



(Antonio Gálvez Ronceros: "Espejismo", en "Historias para reunir a los hombres". Citado por Javier Mariátegui en "Salud Mental y Realidad Nacional")